Los niños del colegio Tibetano cantaban canciones en Ingles cuando los pitidos se hicieron cada vez mas estrepitosos, y todo el mundo corrió hacia las ventanas.
La nube de humo avanzaba por momentos amenazante a escasos metros del colegio. Todo el mundo corría ante el aviso de los silbatos, pero no para escapar, sino para sofocar el fuego.
De las humildes casas salían ancianas con cubos en las manos y niños portando improvisadas mangueras.
El fuego estaba allí, casi se podía tocar. El suelo reseco tras meses de no lluvia y la frondosa maleza que rodea a los árboles le servían de alimento haciendo que las llamas volaran y saltaran de rama en rama.
Jóvenes empapados en agua saltaban entre el fuego en chancletas, con ramas y sacos mojados en las manos. Los demás apartaban la maleza para dejar al descubierto un camino de tierra que sirviera de cortafuegos.
A medio metro del infierno, una enorme paca de paja se erguía cuatro metros hacia el cielo, presagiando lo peor.
Pero nadie se alarmaba. Sólo actuaban. Sin bomberos ni mangueras de presión, sin agua suficiente, a cubos, a palos, con sudor, y mucho calor, ya que los treinta y pico grados habituales se convertían por momentos en cincuenta.
El incendio ocurría en el campo de refugiados Numero 1, pero pronto el lugar se llenó de gente, Tibetana e India que no dudaron ni un momento en ayudar.
En nuestros países se hubiera decretado zona catastrófica, y centenares de bomberos estarían luchando con sofisticados equipos, mientras los habitantes habrían sido evacuados y gozarían de bebidas frías, comida y cama.
Aquí la vida seguía tres horas después, con el miedo en el cuerpo y el horizonte mas negro, pero con la certeza de que sus vecinos estarán allí para ayudarlos cuando las llamas vuelvan.